lunes, diciembre 17, 2007

TARABÀBULA, de Uma Ysamat, en la Academia Marshall.

Crónica de Conrado Domínguez

No quise perderme el último estreno del Festival. No sólo para cumplir con mis obligaciones de cronista –creo que he recorrido todas las obras del Festival sin olvidarme de ninguna, satisfaciendo así la voluntad de sus directores–, sino porque me atraía este título que decía tanto sin decir nada. Una palabra que sabe a tarántula, pero también a fábula, a abuela, a tarada, a tatarabuela y a tartamudeo, que podría convertirse en “Taratabàbula” lo que le daría sones de clarín y de trompeta, y en vaya usted a saber cuantas variantes llenas de sabor y de insinuante sinsentido.

Había todavía otro reclamo para asistir a este espectáculo: la sala. ¿Dónde se encontraría la llamada Sala Marshall? ¿Y en qué consistiría? Pues bien, la curiosidad se vio recompensada con una sopresa: ¡qué delicia de espacio! ¡Qué resonancias se respiraban entre aquellas paredes llenas de cuadros y de recuerdos entrañables de la ciudad! ¡Qué asientos nobles, cortinajes de peso, pianos de todas las épocas, mesas antiguas de museo, retratos vetustos…! Un descubrimiento del que espero que los directores del Festival tomen oportuna nota para repetir en él otros experimentos importantes.

Pero la nuez de todo este asunto estaba, como es lógico, en la intérprete y autora del espectáculo, Uma Ysamat, que anunció una actuación de las de dejarse la piel. Pianista, actriz y soprano, tres cualidades en una, intersección de lenguajes, géneros y estilos, alquimia de música, gestos, voces y silencios.

Uma Ysamat es de esas “bestias” del espectáculo que se lo comen todo. Su ambición es tan grande como su atrevimiento. Algo comprensible, cuando se llega adónde ella ha llegado, tras años de trabajar con creadores europeos de la talla de James Thierrée o de Carles Santos. Las ansias de medirse con el piano y de encararse con las voces y los fantasmas de toda una carrera artística, constituye el nervio secreto que subyace en este inclasificable espectáculo.

Imágenes, sonidos raros, estridentes, imperceptibles a veces, gritos desgarrados, baúles cargados de misterios, personajes que salen de debajo del piano, o de detrás de una cortina, pianistas con orejas de conejo, un cuatro manos asimétrico y feroz pero tocado con impecable precisión, la doble de la cantante, su alter ego surgido de algún recoveco del tiempo, al otro lado del espejo invisible que cruza el piano y le otorga múltiples dimensiones. Éstas se van desplegando a lo largo del espectáculo a medida que la intérprete Uma va deshojando la cebolla, cual universo encerrado en un piano, una pianola y un baúl, cebolla que al desplegarse se convierte en una colifor y por dónde emergen caracoles, formas, colores, teléfonos y una cantante pianista, dama hermosa e imponente.

El cronista necesita convertirse en poeta para entrar en la obra de Uma Ysamat y navegar por sus aguas centelleantes, tras cruzar los espejos que se ocultan en cada esquina y recorrer la multitud de dimensiones que en ella se esconden. El público se hace poeta, debe hacerse poeta: los colores que se le ofrecen, las notas que le salpican, las palabras que le llegan, todo incide para que cada uno se construya sus propias poesías, sus canciones y sus propios misterios ocultos.

Que todo ello suceda en el pequeño auditorio de la Academia Marshall, bajo la protección del espíritu de Granados y la presencia oblicua e inteligente de las manos invisibles de Alicia Larroche, es un lujo que el público asistente pudo disfrutar a espuertas y a manos llenas. Un final de broche de oro para este Festival que “ha fet el cim”, como se diría en catalán. ¡Felicidades!