viernes, diciembre 01, 2006

CRÓNICA DEL FESTIVAL III, por Conrado Domínguez

Nou I_D o el experimento inconcluso.

Se llenó la noche del viernes 17 la Sala Maria Aurelia Campmany del Mercat de les Flors para ver al grupo Kónic y su última creación, Nou I_D. Presentado en el programa como una “òpera electro-audiovisual i interactiva de múltiples registres”, puede decirse, por lo visto y por las opiniones captadas al acabar la función, que de la citada fórmula el público no vio por ninguna parte la palabra “ópera”. Experimento electro-audiovisual sí lo fue, interactivo también en algunos aspectos muy técnicos y sobretodo en el juego de las dos bailarinas, y respecto a los múltiples registros, los había muchos, pero desconexos entre si, sin ninguna ilación lógica o mínimamente argumental. Era sin duda una apuesta de alto riesgo, corrida en compañía del nuevo-viejo festival NEO (sucesor del de títeres), que acabó con un cierto sabor a “riesgo demasiado corrido”.

Las opiniones recogidas en el foyer no fueron muy entusiastas. Los espectadores notaron a faltar más ideas debajo de la fachada técnica y sobretodo desagradó la inutilización del cantante, “usado” sólo para filtrar su voz a través de la electrónica, sin ningún momento realmente interesante o atractivo. En cambio, fue alabado el trabajo tecnológico del grupo en el tema de la interacción gestual y audio-visual, mediante sofisticados sensores con sus softwares correspondientes, que los intérpretes llevaban puestos: a través de sus movimientos, iban cambiando la imagen de la pantalla, los colores y las formas. El desdoblamiento abstracto en la pantalla del juego de las dos bailarinas fue uno de los momentos más bellos del espectáculo, aunque se hubiera agradecido un mayor atractivo de las formas digitales vistas. Las dos bailarinas brillaron por su talento, pero el vuelo digital de sus movimientos entrelazados no estuvo a la misma altura. La imagen de la esfera que se llenaba de colores era interesante pero no se acababa de entender qué relación tenía con lo que pasaba en el escenario. Más tarde, la aparición de unos personajes virtuales a modo de maniquís que se multiplicaban sobre planos cruzados me encantó y hubiera sido fantástico enlazarlo con algo que estuviera ocurriendo en el plano humano de los actores. Pero las imágenes se quedaron en virtuales. Lástima, porque aquí se vislumbraban muchas posibilidades.

El público aplaudió las buenas intenciones pero reconociendo, por medio de la escasez de palmas, que aquéllas, por si solas, no bastan. El experimento se quedó en experimento, y faltó el empuje que debería llevarlo a terrenos más teatrales y operísticos, aunque sólo fuera de refilón. Lo que sí fue valorado es el esfuerzo “performativo” por investigar del grupo Konic. En esta ocasión, sin embargo, la “performance” no logró cruzar el umbral de la ópera.

“El Fervor de la Perseverança”, de Carles Santos.

A la semana siguiente, tocaba Santos. Había mucha expectación para ver esta obra, sobretodo porque por lo visto nadie había visto nada, y el mismo autor bromeó el día de la rueda de prensa diciendo que “tal vez todo era una broma y no habría obra”. Aunque los productores parecían muy tranquilos, a uno de ellos se le escapó que si quería hacer la broma, mejor hacerlo en Gerona y no en su casa, “por si las moscas”, debió pensar el director del Lliure.

Bueno, al final sí hubo obra. Y de un tal impacto, que dejó patitieso a todo el mundo, pues nadie se esperaba que Santos se saliera con una obra maestra, precisamente ésta que es de pequeño formato y bajo presupuesto… Y no lo digo porque yo sea un gran entendido –a mi me gustó mucho–, sino porque eso es lo que oí entre los entendidos y los no entendidos que asistieron el día del estreno.

Lo que sí se puede decir es que el autor fue, en esta obra, al grano. Dicho de otro modo, entró a matar nada más salir al escenario. Se sienta en el piano, toca, se hace la luz al levantarse unas lámparas, para de tocar, las lámparas se caen y oscuro. Brutal. La imagen de las lámparas subidas por la música quedará como un clásico en mi retina. A matar también en la segunda escena: cierra el piano de golpe, y cambio de tercio: imágenes de pescados se van sucediendo a golpes de tapa de piano. Nada de rodeos, preámbulos, circunvalaciones ni florilegios: todo directo, como un Manolete del escenario, sobrio y dueño de su arte, aquí un Natural, allá una Verónica limpia, sin que sobre nada, incluso el taconeo del flamenco más puro estaba en los cambios de ritmo y de tercio. La estética valenciana, desnuda y depurada, al cien por cien. Un reposo festivo: la película de dibujos animados, el placer visto con sosiego y distancia, en una tonalidad clásica, de Partenón que se ondula en la imaginación y se sensualiza en el espacio.

Pero tras la pausa, ninguna concesión más: el fuego de las dos intérpretes quema el escenario. La una desnuda, sensual y divina, la otra barroca, tensa y desmadrada. Pero incluso en los arrebatos barrocos de las intérpretes, hay contención y síntesis, la medida que establece una escritura de partitura, pues aquí manda el pentagrama, la batuta del piano, disciplina estricta, y por eso es ópera lo que vemos.

Los espectadores salen atolondrados. Demasiados impactos en tan solo una hora y, además, sin el filtro de la cuarta pared, pues aquí todo es a corta distancia. Me pregunto qué pensarán, qué les quedará de la obra, qué imágenes se impondrán sobre las demás. Asombro y desconcierto. Pocos artistas del escenario salen a matar con este desparpajo, con esa seguridad del que da y quita. Imposible satisfacerse con una sola visión. Los espectadores deberíamos tener derecho a una segunda vuelta, como en los toros, dónde los maestros gozan de dos oportunidades. Deberían desdoblar las dos semanas, alargarlas en cuatro para que todos tengamos un segundo turno. Hay demasiados detalles. El mismo desnudo de la actriz, imposible gozarlo con calma, o los dos lieder de la mezzosoprano, impresionantes, o las frases que salen disparadas como balas surrealistas, que explotan en los oídos y en las entrañas…

Pero eso es lo que buscaba el autor: pegar corto, noquear la atención del respetable, y hacerle sorber la sangre del ruedo, que huela los sudores y los jadeos de la bestia, y para eso, había que ir al grano, bajar a la arena del ruedo dónde se juega a vida y muerte, como las imágenes del principio nos anuncian. En toda esta simbología, las lámparas que caen son las cornadas que da la vida. Así empieza y así acaba el espectáculo. Al saludar, los tres oficiantes, sudorosos, sonríen por haber escapado con vida. El público, agradecido, les da bravos, orejas y rabo. Un éxito rotundo.

Il Barbiere di Siviglia, de Paisiello.

Llegó el último título del Festival. Un clásico del repertorio, aunque poco conocido por el aficionado común, pues este Barbiere de Paisiello fue muy famoso en su época pero el de Rossini lo eclipsó para la posteridad.

Venía con un buen ropaje: ni más ni menos que toda una orquesta (por lo visto, el Festival ya lo había estrenado en el año 97 pero en versión sólo de piano), la de la Academia del Gran Teatre del Liceu, músicos jóvenes dirigidos por el también joven maestro Xavier Puig, y dirección escénica de Joan-Antón Sánchez, director presente desde los inicios del Festival y artífice de algunos de sus éxitos más clamorosos. Recuerdo el “Trouble In Tahiti” de Leonard Bernstein del año 2004 visto en la Sala Beckett, una maravilla de pequeño formato hecho con muy pocos medios.

El día del estreno, la nueva Sala de Cambra del Auditorio estaba prácticamente llena hasta la bandera. Creo que vi a toda la crítica en bloque, a varios compositores y directores de teatro, a algunos representantes del Liceu, a cantantes y a muchos invitados pero, según supe más tarde, también hubo unas doscientas entradas vendidas, lo que puede considerarse todo un éxito en día de estreno, especialmente para los bolsillos del Festival, supongo.

Creo que el éxito también lo fue artístico: aplausos con intensos bravos y comentarios felices al acabar la obra. Ya en la media parte, el público se levantó de sus butacas con mucha felicidad en los rostros. He aquí algunos comentarios escuchados: la orquesta sonó de maravilla, el director impuso su batuta al conjunto con precisión y gran seguridad (¡y eso que dirigía de espaldas a los intépretes vocales!); los cantantes estaban brillantísimos, la escena más valorada fue la de los bostezos y los estornudos (¡geniales Pablo López y Albert Cid en sus papeles secundarios pero que arrancaron los aplausos más sonoros!); Toni Marsol (en el rol de Fígaro) arrasó con sus dosis tremendas de energía escénica; Rosina (Laura Sabatel) estuvo muy guapa y con una voz elegante y refinada; su pareja en el escenario, el joven tenor Marc Sala, cantó y actuó con muy buen estilo; el viejo Bartolo (Xavier Mendoza) genial en su personaje decadente; y Joan Sebastià Colomer hizo un Don Basilio muy seguro en su papel. Una única pega: la mandolina, incluso algunos pensaron que desafinó exprofeso, como si fuera una broma musical…

Y llegó el segundo acto: la apoteosis. La música se sube por la parra y los cantantes se lanzan al vacío en un alarde interpretativo de gran altura teatral. Pura energía en el escenario. La obra se vuelve casi coral y se dispara la hilaridad de las escenas. Como una locomotora operística, todo evoluciona al galope, a un ritmo trepitante. Y llega el final apoteósico con el simpático Guardia Civil y el policía franquista, entregados como no al Conde de Almaviva. ¡Genial! La fiesta se convierte en verbena con sólo poner una tira de banderitas españolas. Los brazos del director de orquesta conducen el torbellino vocal e instrumental sin que le falle el pulso: nada chirría, todo encaja a pesar de que los cantantes saltan, entran, salen, corren, bailan, se ponen debajo del piano –mientras miran de reojo las manos del director en los monitores... Y, al hacerse oscuro, el público estalla en entusiastas aclamaciones.

Sale a saludar Joan-Antón Sánchez, el director de escena. Muchos bravos para quién ha sabido convertir el escenario de la Sala de Cambra en un patio festivo dónde la única escenografía es un suelo oval, dos sillas y un piano. Su mérito es haber sacado lo mejor de los cantantes, dar cauce y libertad a la tremenda energía de la voz y no poner obstáculo alguno al discurrir de la música. Estupendo trabajo. Oficio y sabiduría. Extraña que un director así no se prodigue más en los escenarios líricos.

La gente comenta, a la salida, que asistir a representaciones de ópera de este tipo es una verdadera gozada. ¡Ojalá todas fueran así! Bueno, pienso, es “ópera bufa” en su estado puro, y en la vida no todo es bufo. Por desgracia, también existe el drama. Y las interrogaciones no menos dramáticas. Pero en esta noche mágica, los espectadores sólo piensan en positivo: han vivido una auténtica catarsis de vitalidad y no están para dramones. Incluso algunos de los artistas presentes, más inclinados a la oscuridad temática, sonríen y parecen felices. Claro, pienso, eso se estrenó a finales del siglo XVIII, cuando las Luces más refulgían y las Revoluciones estaban todas por hacer. Todavía la guillotina de la Historia no había empezado a cortar cabezas. Se entiende el clima de euforia. Pero a pesar de todos los considerandos, la otra noche un grito parecía emerger de las gargantas inconscientes de todos los que asistieron a la función: ¡Viva la Ópera!

Conrado Domínguez.